MI CORBATA
1903
MANUEL BEINGOLEA
(peruano)
Me la regaló Marta, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de sedarosa, oriundo quizá, de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien.
Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que solo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surah o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosas que, probablemente, yo me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano Al pie del Misti con bastante sentimiento. ¡Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religión.
—¿Cree usted en Dios? —me preguntaba a menudo.
—Naturalmente —le respondía yo.
—No es bastante, es preciso cumplir con la iglesia, es preciso creer.
La verdad es que yo no creía sino en mi pobreza. Solo se cree en Dios a partir de 50 soles de sueldo.
Un día fui invitado sin saber cómo a una reunión. Figuraos mi alborozo cuando recibí la siguiente esquela: «Grimanesa de Bocardo e hijas tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente 341, a tomar una taza de té la noche del martes».
Y en el reverso: «Señor Idiáquez». ¡Canastos! ¡Una taza de té! ¡Yo que ni siquiera había comido seriamente aquel día!
Pareciome recibir una invitación celestial y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no serían una insignia angélica. Bocardo... ¡Bocardo! Nombre sonoro. ¡Qué diablo! Nombre perteneciente sin duda a algún abogado de nota de esos que llevan siempre como cola esta frase: «Lumbrera del foro peruano». ¡Nombre que quizá hace y deshace de millones de empleos de 50 soles!